La dueña del apartamento era española. No sé si es un detalle importante, pero pienso que sí. Pienso que es una historia que se sigue repitiendo. Las pocas veces que hemos hablado del pasado ella me ha dicho que los españoles no cometieron ningún delito en América Latina. Llama mis acusaciones “la leyenda negra.” Lo ocurrido, dice, fue un intercambio. O, si está enfadada, dice que nosotros nos debemos sentir agradecidos. Después me echa de la casa. Tal vez dice que mis lamentaciones son exageradas.
“Voy a vender,” dice la española. Vendiendo puede ganar $43,000. Su oportunidad de salir adelante vale más que mi comodidad, eso lo sé bien. A veces siento las memorias de mis ancestros, los Taínos, e imagino que ellos también se tuvieron que mudar y mover porque se lo mando un español.
La búsqueda es cansona. Los lugares disponibles para alguien de recursos bajos son feos, adornados con rejas rotas, con gallos que gritan en las mañanas, con vecinos que hablan en voz alta, con risas ahogadas en las noches. Es un hogar que me da pena. Una amiga me visita y comenta que de aquí me tengo que ir.
No compro muebles. ¿Para qué? ¿Para qué me los quite en un año? ¿Para perder todo de nuevo? Cada noche me acuesto en el piso, la alfombra a mi espalda, sin almohada. Las rajas en el techo parecen como pinceladas de los continentes. El ruido del exterior (las peleas, la música, las alarmas de los carros que chillan al tocar) me roban el sueño. Pienso en lo que me dijo mi amiga: “de aquí me tengo que ir.”
¿Soy una perdedora? ¿Una fracasada? ¿El mundo se divide entre ganadores y perdedores? Trate de pelear (y suplicar) con la dueña. Pero no tenía nada que ofrecer. Ella ganó.
Oigo las voces de los fantasmas en este apartamento. Ellos se sientan a mi alrededor. Uno me cuenta de su finca y vacas, como cada una tenía una personalidad distinta. Su favorita, Yeya, se tiraba pedos cerca de sus hijos cuando venían en las mañanas para sacar leche. Jura, el fantasma, que la vaca lo hacía a propósito.
Le pregunto qué le pasó. Y me dice que el gobierno le quitó la propiedad y él se marchó para la ciudad donde no pudo traer a Yeya. Después, el fantasma trabajó en una factoría de gomas, reuniendo para regresar a su campo querido. Pero nunca tenía lo suficiente.
Todas las historias son cuentos de poder, ¿no? El que lo tiene, el que lo abusa, y el que lo quiere.
Los espíritus de esta casa piensan que yo soy dramática y exagerada. Como la española, me dicen que estoy distorsionando la realidad. Ellos dicen que yo haría lo mismo que ella, dicen que mi rabia viene de la falta de poder.
Otro fantasma, uno que nunca enseña su rostro, comparte la historia de cómo perdió a su esposa durante una manifestación en la capital. Se separaron en el caos que trajo la guardia nacional. Nunca la vio de nuevo.
Yo me enfado escuchando cada historia, como si cada cuento me perteneciera. Yo les digo esto y dejo de dormir–la rabia es una adicción; como una droga que te anima y motiva. Yo prefiero estar llena de odio y rencor, como una fiebre, que no sentir nada.
Al escucharme, los fantasmas se ríen.
“¿Por qué se burlan de mí?”
Ellos deberían sentir está ira. ¿Es posible que ya no entiendan los problemas humanos? Pero el que no enseña la cara dice “todo se pierde en la vida. Todo. Hasta la vida la vas a perder. ¿Por qué lamentar lo inevitable?”
Yo, con mi enojo, les contestó, “¿Y por qué no?”