Gonzalo desvió la vista cuando su hermano degolló la oveja. Arrodillado sobre el campo húmedo, arrancó un manojo de pastos mientras sentía la muerte del animal. Su hermano cerró el brazo alrededor de la cabeza rígida, y forcejeó para sacar el cuchillo trancado en el pescuezo lanudo. Al escuchar el golpe ahogado del ovino contra el pasto, Gonzalo apretó los ojos para reprimir la temblequera que le atravesaba las piernas y los brazos. ¿Ya está? Se dijo a sí mismo.
Sobre el lomo del Cerro do Chapéu en la frontera con el Brasil, comenzaba a desenrollarse un pálido amanecer. Con la tímida claridad, la helada que cubría el pasto hizo resplandecer la pradera. Desde lejos, en la dirección del casco de la estancia, llegaban los mugidos de las vacas retozando en el tambo. Los mugidos parecían motores acelerados. Clareó antes de lo previsto. Una furgoneta los esperaría donde el camino intersecta la ruta. Hasta allá, eran quince kilómetros de tierra surcada por las ruedas de las Ford Ranger, propiedad de los estancieros. El trabajo era seguro, si no amanecía en el trayecto a la ruta. Gonzalo, antes de salir de su casa, pidió a su hermano los detalles del negocio. ¿No dará en mierda? Dijo, luego de haber escuchado los pormenores. Para su hermano, era un trabajo más, como otro cualquiera. De haber sido un cordero, iría solo. Si estás cagado no vayas, dijo el hermano. Gonzalo no habló más, hasta que llegaron al campo. Y entonces, ¿cuál oveja agarramos? El hermano apenas si había escuchado la pregunta cuando trenzó su brazo en el pescuezo del animal. ¡Agarrá esa mierda! Dijo, con bronca. Mirá que saliste cagón, hermano. Gonzalo volvió a callarse.
Los hermanos arrastraron al animal por entre los árboles que bordeaban el arroyo. Gonzalo tremía. Ver a su hermano degollar la oveja fue diferente que imaginárselo. Ni en sus peores peleas de infancia había presenciado tamaña brutalidad. Estaba totalmente arrepentido por haberlo acompañado en este trabajo, no aceptaría diez mil pesos por repetirlo, mucho menos quinientos, la oferta del carnicero. La oveja ya estaba muerta, Gonzalo habría de ayudar a cargarla para cruzar en la llanura del arroyo, por más pesado que le resultara el cuerpo. Se remangaron los pantalones hasta la rodilla, y antes de pasar el arroyo, lavaron el cuchillo en el agua. Mientras atravesaban en silencio, Gonzalo creyó oír muy cerca los mugidos del tambo.
La moto, oculta por un ramaje, esperaba entre los árboles de la otra orilla. Juntos, cargaron al animal sujetándolo de las patas hasta equilibrarlo sobre el tanque de nafta de la moto. Gonzalo miró hacia el Cerro do Chapéu deseando alcanzarlo en un parpadeo, antes de que el sol denunciara su delito. Apenas acomodado en el banco de atrás, abrazó a su hermano por la espalda, y sintió el roce de la lana en sus dedos entumecidos por el frío. Apretó los ojos, ahora por vergüenza.
Condujeron la moto por la loma formada entre los surcos del camino. Los arbustos se hicieron altos al costado, ocultando la alambrada. Gonzalo se animó entonces a mirar por sobre los hombros de su hermano. Mierda que está lejos la frontera, se dijo. La moto dejaba una cola demasiado ruidosa. Esto no debe ser cosa buena, pensó Gonzalo, nadie anda en moto por estos campos. El sol, oculto detrás del cerro, avanzaba hacia ellos con su halo amarillento. Sin poder creer, de pronto, a Gonzalo le vinieron unas ganas tremendas de hablar. ¿Y si la furgoneta no nos está esperando en la ruta, hermano? ¿Y si pinchamos la moto o nos quedamos sin nafta? El hermano no lo escuchaba, iba atento, con la cabeza inclinada hacia delante, y los ojos vigilantes hacia los dos lados del camino. Gonzalo siguió hablando en vano. El viento arrastraba su voz hacia atrás, perdiéndose en la corriente de polvo. Al final de cuentas es solo una oveja, seguía Gonzalo, tampoco es tanta la cagada. A medida que se aproximaban a la ruta, se convencía de que todo esto no era tan grave. A cada rato matan bichos, uno más, uno menos.
Para poder subir el último repecho antes de llegar a la ruta, tuvieron que forzar el motor, provocando una explosión de humo negro salido del caño de escape. Gonzalo apretó las rodillas contra la moto y sujetó con fuerza a su hermano para no caer hacia atrás. Mientras subían, le pareció oír los mugidos demasiado cerca de la alambrada. Intentó encontrar las cabezas de las vacas entre la cortina de arbustos. No se ve una mierda, se dijo a sí mismo. Para calmar sus nervios, Gonzalo pensó en que quizás desde lo alto del repecho se pudiese ver la furgoneta. ¡Hay que cruzar rápido este repecho, hermano! Gritó, mirando por el espejo retrovisor la mezcla de polvo y humo negro. Cuando terminó de decir eso, se apagaron los mugidos, y el ruido de la moto quedó expuesto en el amanecer campero. De los arbustos al costado del camino, salieron tres hombres armados. ¡No son vacas, hermano! Gritó Gonzalo. El primer tiro acertó a la oveja muerta. Con el estruendo, la moto se desvió de la loma hacia el surco derecho. Los dos hermanos rodaron sobre la tierra. Quisieron levantar la moto aplastada por la oveja. Las ruedas seguían aceleradas levantando el polvo. El segundo tiro acertó al hermano. Gonzalo se arrastró debajo de la polvareda, el cuerpo de su hermano se desplomó sobre sus piernas. Cuando uno de los hombres corrió hacia él, Gonzalo apretó los ojos y buscó con la mano un manojo de pasto, encontró tierra. ¡De espaldas no me muero! Gritó. Cuando por fin consiguió darse vuelta, el primer haz del día iluminó su rostro, casi de niño. El hombre le pisó el pecho, y lo reventó de un balazo en la frente. ¡Te dije que no era cosa buena, mi hermano! Pensó Gonzalo al morir.
Los tres hombres regresaron al tambo, satisfechos.
–‘Ta hecho el trabajo, patrón –avisaron.