“Yo no crucé la frontera, la frontera me cruzó”, Los Tigres del Norte.
No es un día divertido. Mi vida tampoco. Menos aún el trabajo miserable que me acabo de conseguir para pasar el invierno. Sin embargo, no puedo parar de reír. Desde hace, más o menos, un par de horas cualquier situación, por estúpida o anodina que sea, me hace partir de risa. “Es la pintura, estas intoxicado”, me explica Armando, que no puede evitar una sonrisa, contagiado por mi idiotez. Y tiene sentido, llevo cuatro horas en el taller de pintura, acarreando piezas de aquí para allá, envuelto en una espesa bruma ocre de base de pintura.
Los pintores y ensambladores llevan máscaras, nosotros, los embaladores y acarreadores, no. Somos la base de la pirámide económica de un país de inmigrantes: los parias. Muchos de nosotros sin papeles. No obstante, nadie se queja. Agradezcan que tienen trabajo, bajen la cabeza, tráguense su orgullo y a lo suyo, a moler como bestias. Armando dice que él tomó este trabajo porque prefiere esto a quedarse en su casa mirando la nieve caer. Esa espumosa maldición que cada año sofoca la ciudad con su gélida belleza. “No le voy a dar gusto a la nostalgia. Es Navidad, si vives solo, estás frito. Te mueres, te traga esta época del año. Prefiero estar ocupado, así sea en este agujero”, me explica. Armando es cirujano, o lo era en República Dominicana, su país de origen, del que llegó hace apenas un año.
Entre trabajo y trabajo de ‘medio pelo’, de guerra, o ‘trabajos puercos’ como yo los llamo, como este, Armando se prepara para presentar los exámenes de la orden de médicos y cirujanos de Quebec que, invariablemente, pierde el 99.9% de los inmigrantes que los presentan. Al igual que el de los contadores, abogados, etc. La base de la pirámide. El ecosistema en contra del elemento foráneo. El pez chico, recién llegado al acuario, de color de piel y acento raro. Y eso sin tener en cuenta el precio de cada examen: unos dos mil dólares, no reembolsables por supuesto. Hace algunos años conocí a una colombiana, pediatra, con más de diez años de experiencia en nuestro país, que había presentado el mencionado examen cuatro veces. “Ya me acostumbré, pero no les voy a dar el gusto, lo seguiré intentando”, me dijo, mientras repartíamos volantes a la entrada de un centro comercial. Como dijo el maestro Fernando Vallejo: “el último en llegar, coge el trapero”. Y eso también es lo que hacemos Armando y yo, coger el trapero del paria, barrer la basura del nativo y maldecir nuestra suerte o nuestra estupidez. Solo que Armando prefiere engañarse y soñar con que algún día podrá ejercer como cirujano en estas tierras. Pero, ¿Quién soy yo para pisotear los castillos de arena de los demás? Por eso lo dejo hablar y asegurar que “estos trabajitos de mierda” son nada, que él “va y viene tranquilamente, porque lo suyo es otra cosa”.
Hay quienes dicen que es mentira que sea cirujano, que habla demasiado, pero a mí sí me lo parece. Por lo menos se nota ilustrado e inteligente, y sus manos son delgadas, estilizadas, cuidadas con mimo. Lucen hechas para la minucia, el arte o la filigrana. Solo que ahora, esas mismas manos, se ven salpicadas de pintura, y me invitan a alzar una enorme plataforma de aluminio, sujetándola por la base y un costado, para transportarla hasta donde la espera Ngole, un congolés enorme, encargado de nuestro departamento, y de embriagarme con sus descargas inmisericordes de pintura. Son nueve dólares la hora, pagados en ‘cash’, libres de impuestos. Ni modos.
Armando se agacha y me indica, por encima del ruido de la fábrica, de dónde y cómo agarrar la plancha metálica sin exponer mis manos a una fea cortada. Yo le respondo con una risotada. Él sonríe de vuelta y me grita las instrucciones de nuevo, rematándolas con un “guevón” o algo así. Me agacho, no muy seguro de lo que debo hacer, y la levanto en vilo. No es pesada, pero si larga y ancha, lo que le confiere una dificultad extra para ser manipulada. Armando camina hacia atrás, yo bufo y río de nuevo, sin saber por qué. Gordas lágrimas de felicidad me escurren por las mejillas. Agridulce tormento el trabajo pesado, por lo visto, diría algún espectador desprevenido.
Las finas manos de Armando tiemblan por el esfuerzo, se trata no solo del peso sino de la dificultad haciendo equilibrios con el peligroso metal. No puedo evitar otro acceso de risa, y me grita de nuevo algo que no alcanzo a entender, ya las histéricas carcajadas me hacen toser, y camino con los ojos entrecerrados por las lágrimas, y medio encorvado, como si me atacara un potente cólico.
Armando frena un poco, mientras pasa sobre unos gruesos cables, enroscados en el piso cual pacientes víboras al acecho. A causa de mi agite, tropiezo con ellas y ruedo por el suelo. Todo el peso de la lámina cambia de ángulo y Armando pierde el equilibrio y cae también, sin poder retirar una de sus manos, que recibe el filo del metal. Tres de sus dedos son cercenados en el acto. La lámina hace un estruendo infinito. Armando, blanco como una veladora, se mira la mano mutilada y ensangrentada, preguntándose qué diablos pudo haberle pasado, o si es real lo que le acaba de suceder. Yo me retuerzo en el suelo, divertido, hilarante, exultante de un maldito gozo inexplicable.