1.
Aquí sigo, Laura, sentado en el parque donde te vi por última vez. A la misma hora, en la que San Agustín se vuelve un pueblo tranquilo, medio triste, siempre con ganas de llover. Y llueve, de a poco, igual que esa tarde sobre los geranios de las eras y las palmas de cada esquina.
Los campesinos han dejado la galería vacía, con restos de plátanos y algunas maletas agujereadas que el viento mece, de allá para acá. El día de mercado se va acabando.
¿Te acuerdas de la iglesia, del padre que te hablé? Lo han cambiado y el nuevo ya no sale los lunes por la tarde a restregar, con la escoba gastada, la lama verde que la humedad y el agua acumulada hacen nacer sobre las escaleras. Este aire de abandono, de pueblito viejo, como lo llamaste, me inunda y no se me pasa si no hasta la noche, cuando el frío me obliga a dormir, a olvidar, a seguir viviendo.
A esta hora también, Laura, salen los niños de la escuela y se acercan a pedirme que les cuente cosas. A cambio, no sé por qué, ponen en una tula que arrastro para arriba y para abajo las monedas que les han quedado del recreo.
Debe ser porque ya no me alcanza el dinero ni para comprar un Chococono, como el que te invité aquella vez en que hasta la tarde supo que te había perdido.
—Es como si este parque no existiera—me dijiste, mirando a las personas que parecían sacadas de otro tiempo.
2.
Y les cuento, Lau, les cuento lo mismo de siempre. La historia del anciano que en la infancia llamábamos Coleta, que andaba por el pueblo sin rumbo. Ya sé que debes estar pensando en lo harto que me volví, lo aburrido, que enloquecí. También, estoy seguro, debes estar imaginándote al viejo Coleta, porque tanto te hablé de él, del pueblo, del que sería nuestro futuro, que algo has de recordar.
Coleta contando historias en el parque Simón Bolívar y cada que amenazaba con irse el “Cuente, Coleta, cuente, no sea aburrido” de los niños. A Coleta con barba enmarañada, cachucha de alguna campaña política, una tula vieja al hombro; la misma en la que decían, inventos de la gente, cargaba un montón de plata, la misma por la que un día lo robaron, le quemaron la casa y por la que terminó en el ancianato.
¿Recuerdas? Porque iba en esa parte, antes de decirte por qué al final a Coleta lo terminamos cargando hacia el cementerio en una zorra, sin ataúd ni nada, en la que se enamoraba de una mujer en un viaje a Armenia y por la que terminaría siendo el viejo loco y querido del pueblo. Iba ahí cuando me dijiste “No más, Andrés, ¿no te das cuenta?”. Y yo no atiné a decir palabra, L a u r a, me cogiste de improvisto y me derrumbé. Solo sé que me diste tus argumentos: “Esto no va a funcionar. Somos tan diferentes. Vos ya pensando en un futuro. Me asustas.”
—Te quiero, Andrés, pero no vamos.
Eso me dijiste, L a u r a, así más o menos. Esas fueron tus razones antes de pasar a ser una muchacha de ojos claros disolviéndose con el atardecer.
3.
Al caer la noche los niños se van. Nunca escuchan la parte en la que hablo de lo que fuimos. La ciudad que habitamos. La Cali que compartimos. Esa vida universitaria que llevábamos. Y mejor, porque más melancolía me aborda y llorar delante de ellos podría ser tan fatal como pasar de gracioso a loco.
La primera vez que conversamos fue en la electiva ambiental, en Pance. Estabas descomplicada buscando avichuchos, sonriente a contraluz, con los ojos entrecerrados, y yo de lejos, como si fuera alérgico, miedoso. Vos, de antropología, yo, de literatura. Hablamos de Federici, ¿lo recuerdas? y de Neruda.
Y de ahí, seguimos hablando. Pasó mucho antes de la terrible noche en que te hablé de San Agustín, de un proyecto de vida, de planes para el futuro.
Habíamos sido cómplices, más que novios. Compañeros. En adelante fui tu lazarillo en todas tus salidas de campo. Me llevaste a San Antonio. Bailamos música andina los jueves en la colina. Faltamos a la electiva para escuchar a Padura en La Topa. Fue allí, después de los autógrafos, que nos quedamos enrumbados. Que Catalina, tu amiga, al vernos ser uno en la pista, sentenció en nuestros oídos, por encima del ruido: “Lo que une una salsa motelera no lo separa es nadie”.
Entonces, de la mano me llevaste a sellar nuestra unión, calles más abajo. Debiste sospechar, quizá por mis nervios, pues me tranquilizaste:
—La primera vez es como volver a nacer—y el mundo dejó de ser un lugar hostil.
Pasó mucho, L a u r a, hasta ahora que te nombro así, lejana y sostenida, tratando de aferrarme. Aceptaste este viaje, el último, y te lo agradezco porque así el recuerdo es apacible, sereno. Tengo razones para no ahogarme.
4.
Sigo esperándote, Laura, aunque sé que no vendrás. Sigo esperando la noche en la que antes de que deje de alumbrar la última bombilla del pueblo, aparezca tu sonrisa, lejana siempre, pero cercana al faro que me sostuvo en la ciudad.
No vendrás porque un día me dijiste:
—La vida es así, mi Andrés—y aunque no decías nada, yo lo entendía todo. Lo necesario para seguir en pie.
No vendrás porque los cuentos de Coleta nunca tuvieron final feliz, como su historia, que se repite cada tanto en este pueblo. Yo debí imaginarlo.
Mientras, seguiré recordando, L a u r a, en medio de esta lluvia tenue que empieza a golpear los geranios y apresurar el paso de la gente, a entristecer la tarde, lo feliz que yo fui contigo.