Llueve. Cada vez que voy al pueblo pasa algo con el clima. O hace demasiado calor, o hay helada, o llueve toda la semana. Cada vez que pasa algo con el clima, también pasa algo en la casa de mi mamá: no anda el aire acondicionado, se rompe la caldera, no hay agua. A la incomodidad habitual que impone el estrés de mi madre, se suma el malestar de no poder bañarnos, de dormir transpirados por el sol que dio todo el día contra el techo de chapa, de tener que andar con campera adentro de la casa. Podríamos ir a un hotel. Es caro. Haría del viaje un exceso, un sacrificio que no corresponde a la medida del bienestar que puede producirnos. La casa de mi papá no está preparada para recibir visitas. Si lo estuviera, mi papá no sería mi papá. Desde que decidí no quedarme más a dormir en su casa, cuando tenía diez años, nunca pude pasar más de dos horas ahí adentro. En la casa de mi papá, las cosas funcionan, pero demás. El aire acondicionado siempre está en 22 grados en verano, la estufa se prende en abril y queda al máximo hasta octubre. Agua caliente hay siempre. No puedo imaginarme dándome una ducha en el baño de esa casa, que fue mi casa.
La visita a su casa la hago sola, para no condenar al aburrimiento a mi marido y a mi hija. Toco el timbre y me refugio de la lluvia pegada a la puerta, bajo el techo de la terraza. Mi papá tarda en abrirme. Cuando aparece en la puerta me pide disculpas, estaba tomando nota de las precipitaciones, me dice mientras me da un abrazo. Esta lluvia viene bien, pero no alcanza. Nunca alcanza. Me lleva al patio debajo de su paraguas y me muestra el pluviómetro. Recordaba su obsesión con el tema, pero me había olvidado de ese aparato, de sus anotaciones. Hoy van 27 milímetros: me muestra sus papelitos y sigue hablando. Mi cara simula escuchar. Ya sé todo lo que va a decir. Podría escribirlo. Tendría que llover 50 o 60 varios días para parar la seca. El campo no da más. Hace años, Julita, que llueve cada vez menos. Y nadie se hace responsable. ¿Me explico? En unos años, la guerra va a ser por el agua. Junto paciencia, trato de registrar las repeticiones, las muletillas. Acordate, yo te dije cuando te mudaste que no era una buena zona esa, en veinte años vas a estar bajo el agua. Y nadie te va a venir a ayudar. Es el individualismo que ha fomentado el capitalismo salvaje, me imagino que lo sabrás mejor que yo.
Mi papá habla y nos vamos moviendo, bajo el paraguas primero, luego por la casa, refugiados de la lluvia, mientras prepara el mate. No intento responderle, ni hacerle comentarios. No va a escuchar nada de lo que le diga, no sólo porque es sordo, sino porque con lo que él dice, le basta. Habla como un loco, pero lleva años diciendo lo mismo, y tiene razón. Lee artículos sobre los recursos naturales, el cambio climático. Me saca fotocopias de algunos y me los da todos juntos cuando voy. Yo no los leo. Pero escribo la historia de un hombre que sobrevive a una inundación. Es un hombre que se parece un poco a mi padre. Recorre su pueblo a pie, todos los días. Había olvidado que mi padre hace lo mismo, pero en su auto. Se sube y da vueltas. Siempre por los mismos lugares. A veces, cuando era chica, me llevaba con él. Cuando terminábamos de almorzar y volvíamos, siempre daba un rodeo para hacer su recorrido. Yo pensaba que buscaba a alguien, que pasaba por la casa de alguna mujer, de algún amigo. Él agarraba la avenida casi desde el principio hasta Comandante Escribano, giraba a la izquierda, hacía una cuadra más y volvía por Tedín hasta 25 de Mayo. Bajaba por ahí hasta pasar la casa de mi abuela, y retomaba el camino que había estado haciendo. Cuando yo me impacientaba y le decía que no diera vueltas de más, me pedía por favor, con cariño, pero nervioso. Achicaba la vuelta, que recorría la avenida sólo hasta Borges. Varias veces le pregunté qué hacía, a quién buscaba. Él me daba siempre respuestas distintas: me habló de un amigo que se había mudado, del inquilino que le debía plata, de una novia que había tenido hace tiempo, de la casa de su mamá. No sé por qué, pero una vez me contó lo que hacía: justo en el techo de la casa de al lado del kiosco de Oscarcito, en la esquina de Borges y la avenida, había una veleta que, según él, era la más precisa de todo el pueblo: estaba alta, bien colocada y no había árboles ni edificios que interfirieran en la medición. Mi papá pasaba varias veces por día a ver si cambiaba el viento.
La tarde siguiente salgo con mi hija a tomar un helado, y antes de volver a la casa de mi mamá, me encuentro haciendo un rodeo con el auto, repitiendo el recorrido de mi papá, mientras le cuento a mi hija qué es lo que estoy buscando. Me siento algo ridícula cuando me escucho y me veo reduciendo la velocidad en la avenida, justo antes de pasar por el quiosco de Oscarcito. Freno en la esquina y no la encuentro. Pienso que me inventé todo el recuerdo, pero sigo haciendo el recorrido entero que hacía con mi papá en el auto. Insisto una cuadra más y doy la vuelta manzana, para volver por la otra mano de la avenida, como hacíamos cuando era chica. Conduzco despacio, un poco porque mi hija se marea en el auto, otro porque sigo buscando la veleta. Freno de golpe en la puerta del club. Y dos casas más allá del quiosco, en la mano de enfrente, veo la veleta, oxidada pero todavía funcionando.