La Habana no parecía detenida en el tiempo: realmente lo estaba. Veía a sus gentes languidecer con el calor, el aburrimiento, la pobreza y la inercia de una vida sin mayor sentido que respirar.
Micaela vivía en un edificio de los años cuarenta, bonito y destruido, y sus penas no eran distintas a los del resto. Incluso siendo cirujana, las vicisitudes del día a día mermaban ese prestigio que los galenos suelen tener; así que ella, la doctora, tenía las mismas penurias de su vecina Ofelia, la peluquera; las mismas de Lázaro que atendía la bodega de la esquina y que ahora solo tenía para la venta un ron que era utilizado por algunos como alcohol puro –o quizá eso era: alcohol puro-; Tatiana, maestra de prescolar, preparaba unos pasteles de coco riquísimos que vendía con un grito agudo desde la calle ¡pastelitoooo! y ella lanzaba una cuerda donde enganchaba una cesta con el pastel y la regresaba con dinero; Zaida, la viejita del edificio, estaba sola porque su única hija se había ido para Estados Unidos y el gobierno no la dejó regresar; Oscarito no hacía nada: vivía, como él mismo decía, dedicado a la vagancia, así que desde hacía siete años era, por decirlo de alguna forma, el jefe del edificio, el que asignaba los turnos para limpiar la escalera, llevaba el bote de basura a la calle para que se lo llevara el camión de los desechos, entregaba los recibos y recibía los paquetes.
Era un edificio de tres pisos, tenía dos apartamentos en cada uno. Todos los vecinos eran como una gran familia, conocidos de toda la vida, ayudándose y compartiendo las calamidades entre todos para aliviar las penas. En el 1A vivía Ofelia con su marido Pedro, y Oscarito con su mujer y sus gemelas en el 1B; en el segundo piso vivía Tatiana con su hijo Camilo en el 2A, Lázaro en el 2B con sus padres; Micaela con su hija Caridad en el 3A y la viejita Zaida en el 3B. Aquella vecindad horizontal requería de cierta división del trabajo por parte de los vecinos, por ello Oscarito decidió convertir la azotea en una sala de juntas donde se reunirían el último miércoles de cada mes, ese era el lugar perfecto porque hacía fresco y podían hablar los temas de la vecindad sin que nadie ensuciara su casa. Ahí se decidían temas importantes para la convivencia: la cuota para arreglar el motor del edificio, que pedazo de la escalera debía limpiar cada apartamento, quién podaría el jardín de la entrada del edificio, o si ponían o no una reja en la puerta principal.
Una noche de marzo, en su último miércoles para ser precisos, se reunieron como siempre en la azotea un solo representante de cada uno de los apartamentos, siempre los mismos: Micaela, Ofelia, Lázaro, Tatiana, Zaida y Oscarito, siempre a las nueve de la noche, después de la novela. Todos llegaron a lo que ya se había convertido en una terapia de grupo ante la falta de psicólogos: Zaida llorando la ausencia de su hija y lamentándose por el dolor en sus piernas subiendo tantos pisos, Micaela sollozaba porque cualquier otro neurocirujano del mundo ganaba muchísimo más dinero que ella, Tatiana suspiraba al no sentirse con futuro y ver las caras de sus alumnos con hambre mientras ella debía transmitirles esperanza, Lázaro confesaba que robaba sin vergüenza alguna para darle comida a sus viejos, Ofelia se quejaba por los productos de contrabando que compraba, los cuales debía mezclar con el ron que vendía Lázaro y que ya había dejado calva a una clienta por aquella mezcla explosiva de amoniaco con alcohol, y Oscarito solo decía cada mes – Esta vida es una mierda-.
Esa noche, todos, como siempre, se sentaron en los seis bloques de cemento que Oscarito había dispuesto para ese anhelado encuentro mensual, sin un tema real, todos compartieron, como tantas veces, un gran silencio; y así, de la nada, como invadida por un aire mágico con sabor a mar, Zaida prendió su habitual cigarro y comenzó – escupiendo a cada rato la picadura que se le quedaba en la lengua- a organizar para todos, lo que su cabeza tenía guardado desde hacía rato: – Tatiana, coge mi refrigerador para que guardes más pasteles y también el televisor para el niño; Lázaro coge mi cama para que le cambies el colchón a tus padres, Micaela coge mi apartamento y véndelo para que te puedas ir del país con la niña, dale la mitad a Ofelita para que monte una peluquería de verdad y Oscarito te dejo la moto que era de mi Natalia.
Apagó el cigarro casi a la mitad aplastándolo en una mata que estaba a su lado, y sin despedirse ni titubear se lanzó de la azotea, dejando un silencio perturbador que paralizó aquella reunión. Nadie habló.
—¿Y ahora qué hacemos? —- preguntó Tatiana respirando como si se fuera a infartar, y mirando a Oscarito buscando una respuesta urgente antes que la crisis se apoderara de la situación.
—-¡Vamos todos a recoger los pedazos de la vieja Zaida que aquí nada pasó! Si nos preguntan decimos que se fue del país, si reportamos esto no hay apartamento, ni refrigerador, ni moto, ni cama, ni peluquería ni nada. Micaela, tú que eres médico recoge con Lázaro los pedazos, yo monto ahora mismo una fogata y le prendemos candela a la vieja. ¡Ofelia y Tatiana limpien todo!.
—¡A trabajar que aquí nada pasó! —-susurraba Oscarito para que el silencio de la noche los protegiera de esa limpieza concertada y siniestra.
—-Los viejos no se suicidan! —-decía Ofelia, mientras se recogía el pelo para que la faena con la escoba no tuviera mayores distractores y comenzó a limpiar los pedazos pequeños olvidados por la doctora y el contrabandista de alcohol.
—No pienses más de la cuenta Ofe, tu sabes que no podemos informar porque nos quedamos sin nada. El que informa en la Habana pierde.