Hernán recibió unos cuantos latigazos cuando guardó la sangre que le chorreaba por la nariz en un vaso y dejó que se hiciera hielo rojo en el congelador. Algunos de los niños del vecindario tenían apodos. Le decían Chueco al patizambo. Papalito a un niño que solo comía papitas fritas durante la cena. Samba a la nena de churros. Pero a mi hermano le decían Hernán el Raro. No jugaba fútbol, nombraba a los ladrillos de la fachada de nuestra casa, soltaba lágrimas cada día que aparecía una nube en el cielo. Un día nuestra madre lo encontró en plena disección de una lagartija. Pensó que la había matado y sacó una correa de Papi para enseñarle una lección. Siempre me dolía más cuando usaba algo que le pertenecía a alguien que estaba muerto, pero la tiró al piso cuando él le gritó que la había encontrado patas arriba, que solo quería ver sus tripas, que él nunca mataría a un ser vivo. Yo jamás me metía. Cuando escuchaba en las madrugadas que se subía al techo para contar las estrellas simplemente me quedaba callada.
Tres años mayor a él, con casi nada en común, sólo la viuda de nuestra madre y que caminábamos a la escuela juntos. Durante el recreo, él desaparecía a la laguna detrás del edificio. Para Hernán era mejor que aguantar los comentarios de los chicos y evitar escucharme a mí insultando a un mocoso para que lo dejara en paz. Y así pasábamos los días. Él desapareciendo y yo asegurándome que estuviera vivo cuando sonaba el timbre y rezando que no hubiese más latigazos.
Un día me acerqué a su cuarto para pedirle un cuaderno y encontré un arcoíris de plumas en orden de tamaño y color en su cama. Me imaginaba que todas eran de diferentes pájaros—los tesoros que encontraba durante el recreo. Nunca lo había visto detenerse y guardar una pluma en su mochila, pero en la cama estaban acostadas más de cien. Algunas negras con puntitos grises. Otras de color tierra. Una de un azul flamante con las puntas desteñidas en un plomo suave. La más luminosa tenía un tinte rojo de cerezas.
Salté cuando escuché la voz de Hernán: —¿Qué haces?
—Nada. Solo viendo. ¿Me prestas un cuaderno?
—¿Quieres pintar?
Asentí con la cabeza.
Hernán sacó pintura de colores oscuros. Nada verde o con matices del sol. Nos sentamos en su escritorio y esperaba que sacase un pincel pero me entregó una pluma de su cama. Más que pintar, deletreábamos, trazando líneas gordas y finas dependiendo del grosor de las plumas. Se convirtió en un ritual para nosotros, pintar en silencio. Cuando veía una pluma mientras caminaba por ahí, la agarraba y la dejaba en su cama o debajo de su puerta. Después pintábamos fantasmas, montañas, mares negros, cementerios, la cara de Papi disipándose como una neblina. Luego guindábamos las hojas en su pared.
Con el paso de los años las veces que pintábamos disminuía, especialmente cuando me gradué y empecé a ir a la universidad. Pero seguía entregándole las plumas que descubría. Poco a poco dejó de sangrar por la nariz, pero las lágrimas aún le salían hasta viendo las propagandas. Mi hermano se rehusaba a comprar un teléfono celular o crear una cuenta de correo electrónico. Los fines de semanas se iba en la moto de Papá, una Triumph negra, y pasaba los días libres arreglándola. Cuando terminó el colegio y anunció que se iba de Ecuador para hacer un viaje en moto por Sudamérica, vi que mi madre tenía ganas de darle unos latigazos, pero ya no era un niño sino un hombre.
En su último día, le pregunté cómo nos comunicaríamos si no creía en los celulares o el correo electrónico.
—Pluma y papel.
—¿Pero cómo sabré dónde estarás?
—Tendrás que esperar mis postales nomás.
Asentí con la cabeza.
Cada par de semanas llegaban postales de diferentes sitios. Una de las playas de Máncora, Perú. La puesta de sol en el desierto de Atacama. Volcanes con la nieve derritiéndose en la cordillera de los Andes. Todas con una sola línea escrita en su letra escuálida. Que estaba bien y que no me preocupara. Después de algunos meses me llegó una postal de Patagonia. Solo mi nombre y la dirección estaban escritas. Pegada a un costado, como si no hubiese viajado por cientos de kilómetros, encontré una pluma albina de un pavo real. Blanca, casi el color de un huevo, y un círculo como el sol desvaneciendo en los últimos momentos de luz. No la dejé encima de su cama o en su escritorio sino en mi mesa de noche. Ha pasado más de un año desde que lo vi. A veces, cuando abro la ventana y un viento ligero estremece las barbas pálidas, parece que escucho el ronroneo de una moto acercándose.